Un elefante en la cacharrería PDF Imprimir E-mail
Imperio - Estados Unidos
Escrito por Gregorio Morán   
Lunes, 06 de Febrero de 2017 00:00

Bertolt Brecht, el dramaturgo y poeta alemán, dejó a todos sus lectores pasmados cuando se refirió a Adolfo Hitler con el apelativo de “el pintor de brocha gorda”. Así lo denominaría siempre. Es verdad que Hitler había hecho sus pinitos en la pintura, pero la denominación brechtiana iba mucho más allá. Nada en Brecht era lo que parecía, ni siquiera él mismo, del que se podrían escribir cosas curiosas, menos curiosas y terribles. Un genio perverso.

Cómo denominaríamos a un tipo que no pinta -no habrá entrado en un museo como no fuera para comprar a la chica que le explica los cuadros-, que no canta, felizmente fuera de la ducha, que no sabe hacer otra cosa que ganar dinero de las maneras más mamporreras y deleznables. Que tiene un peinado digno de un comic japonés, de esos que provocan la risa y el ridículo, y un lenguaje que competiría con un descargador de muelles. Algo parecido a aquel “pintor de brocha gorda” del que casi todo el mundo se reía y nadie daba un duro por él en carrera tan competitiva y escrupulosa como la política. Donald Trump es “el elefante en la cacharrería”.

Jamás un espécimen tan poco escrupuloso por las formas, la dignidad, el respeto, la educación, habría llegado a presidente de un país en plena decadencia pero conservando ese halo que dan los grandes imperios, incluso cuando se les van cayendo las costuras. Ya tiene que estar deteriorada la sociedad norteamericana para que a tamaño patán le concedan el derecho a gobernarles. (Sin ánimo de ofender a nadie; Mariano Rajoy es Talleyrand al lado de este animal selvático salido de la sabana de los grandes negocios).

En apenas dos semanas de mando, la gente de la cosa -también llamada alta política- empieza a preguntarse cómo va a morir antes de que tenga el gesto de matarnos a todos; un mal negocio, porque acabaría con sus clientes. Pero deberíamos detenernos en un detalle, Donald Trump es el modelo de un tipo de vida estadounidense, que ellos con desfachatez imperial denominan “americano”, y que fue y aún sigue siendo el sueño de millones de individuos que aspiran a saltar de la mediocridad salarial a la gloria de una limusina.

Pero la última es la mejor. “Prácticamente todos y cada uno de los países del mundo se han aprovechado de nosotros y esto no va a seguir ocurriendo”, dijo. Algo así como si el verdugo, puesta tu cabeza sobre el madero, te susurrara: se acabó la piedad con el condenado, a partir de ahora un tajo y sin ternura.

Cualquiera diría que se han vuelto locos, que deberían resucitar a Stanley Kubrick o liquidar una de las culturas más brillantes que dio el siglo XX. No, nada de eso. Ellos están a lo suyo. Es decir, que después de esquilmar el planeta, no hay imperio, ni siquiera el español antiguo o el británico del XIX, que llegara al extremo de arrasar pueblos enteros, promover golpes de Estado que no cabrían en un tratado, decidir sobre el destino de Europa, Asia y América, con especial delectación en los latinos, y alguna escapada a las fuentes nutricias de África. Ahora resulta que nos hemos aprovechado de ellos. No quiero entrar por respeto en el caso español porque me llevaría a “Bienvenido, Mr. Marshall”.

Lo más llamativo es la desvergüenza de este prepotente que aspira a gobernar el mundo. Somos una mierda, admitámoslo, nunca fue posible que un Rockefeller llegara a presidente, estaría feo, todo lo más vicepresidente, pero ahora el mundo ha admitido entre acojonado y perplejo que un gánster de pelo de paja hiciera de Al Capone y dictara las normas de sociedades que no se atreven a decir la verdad. Estamos al borde del abismo y lo contemplamos con cierta complacencia. Los más peligrosos en política, y en todo, son los presuntuosos, y más si son ricos. Y si no que se lo pregunten a los banqueros españoles. Incluso dan másteres en Harvard.

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Fuente: Bez