Japón: La katana del samurái Imprimir
Imperio - China
Escrito por Higinio Polo / UCR   
Viernes, 02 de Mayo de 2014 04:15
El 26 de diciembre de 2013, Shinzō Abe, el primer ministro japonés, decidió visitar el santuario Yasukuni. Era el día del primer aniversario de su llegada al poder, y el gesto registraba un gran simbolismo. Hacía siete años que un primer ministro japonés no visitaba ese santuario: Junichiro Koizumi lo hizo en 2006. Yasukuni no es un sencillo templo. Situado en el centro de Tokio, no lejos del frenético Shinjuku, guarda los “espíritus” de más de dos millones y medio de japoneses muertos en las guerras desatadas desde el final del siglo XIX, pero, sobre todo, los de soldados muertos durante la ocupación de Manchuria, y la invasión de las regiones orientales de China, antes del estallido de la guerra global, y, aún más, durante la Segunda Guerra Mundial.

Cualquier visitante ocasional se extrañaría de la grave crisis política causada por la visita de un gobernante a ese lugar, si ignorase el enorme valor simbólico del santuario. Todo parece apacible en Yasukuni, recoleto, acogedor, con los rasgos amables de la cultura japonesa: parecería un templo sintoísta más, oculto entre jardines. No hay en él ninguna referencia a las atrocidades cometidas por el ejército imperial japonés, ni a las matanzas perpetradas por Japón en China durante la ocupación colonial, ni se dice nada sobre los centenares de miles de mujeres coreanas y chinas que fueron obligadas por el ejército nipón a la esclavitud sexual y, muchas veces, a la muerte durante la guerra, ni se habla sobre los experimentos con seres humanos que realizó el ejército nipón en China. Por el contrario, es posible comprar en Yasukuni publicaciones que califican como mentiras y propaganda matanzas como la de Nanking. Sin embargo, más de mil criminales de guerra, responsables de asesinatos masivos durante la Segunda Guerra Mundial, son honrados en el santuario, entre ellos, Hideki Tōjō, Heitaro Kimura, Iwane Matsui, Seishiro Itagaki, Kenji Doihara, Akira Mutō, Kōki Hirota, todos ellos condenados a muerte tras la guerra. La visita de Shinzō Abe a Yasukuni sería equivalente a una visita de Angela Merkel a un cementerio (si existiera) donde se encontrasen, y fuesen honradas, las tumbas de Hitler, Göring, Himmler, Rudolf Hess, Goebbels, Bormann, Heydrich, Eichmann y otros verdugos nazis.

Pese al disimulo posterior, nada en esa visita era casual. La explicación oficial del gobierno japonés fue que la presencia de Abe en Yasukuni no representaba ningún gesto hostil hacia los países vecinos, China y las dos Coreas, sino que respondía al deseo del primer ministro de “informar a las almas de los muertos” sobre el trabajo de su gabinete, y para hacer votos por la paz, como si su acción fuera un sencillo anhelo enviado a los kami, los dioses o espíritus del sintoísmo. Pero, detrás de esa ceremonia, se esconde la tradicional visión del nacionalismo nipón que, pese a la derrota en la Segunda Guerra Mundial, sigue alimentando la idea de que fue una “guerra justa”, donde Japón se defendió, y que pretende justificar la agresión japonesa rindiendo honores a quienes considera héroes, aunque el resto del mundo los califique como criminales de guerra.

Abe, y, con él, buena parte del conservadurismo japonés, se niega a reconocer los crímenes de guerra y las matanzas que protagonizó el régimen fascista japonés durante la Segunda Guerra Mundial, y apenas ha hecho algunas declaraciones lamentando los sufrimientos que causó, aunque, consciente de la carga simbólica y de las repercusiones políticas de su gesto, lo acompañó de una oferta de diálogo y de explicaciones a China y a Corea del Sur (países que, junto a Corea del Norte, fueron las principales víctimas del militarismo japonés en el siglo XX) sobre las razones de su visita al santuario, oferta que fue rechazada de inmediato por Pekín y Seúl. No ha sido el único disparate de Abe: el primer ministro japonés llegó a posar sentado en la carlinga de un avión que ostentaba el número 731, que recuerda, sin equívoco posible, a la siniestra unidad 731 del ejército nipón, un escuadrón de desarrollo de armamento biológico y químico que experimentó con seres humanos y causó centenares de miles de víctimas en China, en un programa semejante al que mantenía la Alemania nazi. Solamente en la ciudad de Harbin los experimentos de la unidad 731 llevaron a la muerte a unas diez mil personas, y el proceso celebrado en 1949 en la ciudad soviética de Jabárovsk (donde fue condenado el general japonés Otozō Yamada por la comisión de crímenes de guerra) demostró documentalmente el programa japonés de utilización de armas biológicas y químicas y su experimentación en seres humanos.

El primer ministro Abe tampoco cree que Japón actuase mal durante los años de colonización en Asia, ni considera oportuno que su país (a diferencia de lo que hizo Alemania) tenga que pedir perdón por su pasado militarista; ni tan siquiera está de acuerdo con las sentencias que dictó el Tribunal de Tokio que condenó a los criminales de guerra japoneses: entre ellos, al primer ministro, Hideki Tōjō; al jefe de la aviación, Kenji Doihara; al ministro de la guerra, Seishirō Itagaki; al ministro de Exteriores, Kōki Hirota; al comandante de las tropas japonesas en Birmania, Heitarō Kimura; o al feroz comandante de las fuerzas ocupantes de Nanking, Iwane Matsui.

La actitud de Abe no es una excepción entre muchos dirigentes de la derecha nacionalista, ni tampoco es extraño que no sea mantenida sólo la extrema derecha. Otros destacados miembros de la derecha japonesa mantienen posiciones semejantes. Toru Hashimoto, alcalde de Osaka, por ejemplo, defendió la esclavitud forzada de doscientas mil mujeres chinas y coreanas que fueron obligadas por el ejército japonés durante la guerra a ser esclavas sexuales. Para Hashimoto, ese horror fue una decisión necesaria “para mantener la disciplina militar”. El negacionismo llega también a muchos sectores de la sociedad japonesa, influidos por la tradición de culto al emperador, por el silencio con que se han envuelto las atrocidades durante décadas, e, incluso, por el recuerdo de los padecimientos de la población japonesa en la guerra y la posguerra: no debe olvidarse que esa misma sociedad nipona que siguió la locura militarista de Hirohito y Tōjō fue también la que recibió un castigo apocalíptico con las explosiones atómicas norteamericanas en Hiroshima y Nagasaki y con los bombardeos sobre el país que arrasaron centenares de ciudades, y con el hambre, la destrucción y la miseria de posguerra, de manera que ese sufrimiento se ha interiorizado como un castigo excesivo e injusto que, si bien no ha llevado a los japoneses de hoy a manifestar odio y desconfianza hacia Estados Unidos, ha servido para alimentar en una parte de la población ese negacionismo que ha llegado a integrarse en los libros de los escolares.

Naoki Hyakuta, que forma parte de la dirección de la cadena pública de televisión NHK, declaraba hace unas semanas, pese a las evidencias, que nunca tuvo lugar la matanza de Nanking, y que todo es fruto de la propaganda china. Esa masacre, según las más fiables fuentes históricas, causó la muerte de centenares de miles de personas: la sentencia del Tribunal de Tokio (Tribunal Penal Militar Internacional para el Lejano Oriente) de 1948, declaró probado que la matanza de Nanking de diciembre de 1937 arrasó la ciudad, consignando que miles de ciudadanos chinos fueron enterrados vivos, que muchas niñas fueron violadas, incluso desde los siete y ocho años, y que las veinte mil mujeres chinas violadas (y, muchas, después, mutiladas y asesinadas), configuraron un escenario del horror que causó más de trescientos mil muertos en Nanking. El dolor sigue vivo entre los ciudadanos chinos: cada 13 de diciembre, la ciudad queda paralizada por las sirenas que recuerdan la matanza. No es nada sorprendente, porque durante la ocupación japonesa murieron veinte millones de chinos; de hecho, tras la Unión Soviética, China fue el país que más muertos tuvo que enterrar, y frivolizar con ello, o realizar homenajes a los verdugos en Yasukuni, hiere profundamente la sensibilidad de los ciudadanos chinos.

Las repercusiones de la visita a Yasukuni no se hicieron esperar. Tokio se vio obligado a dar explicaciones, no ya a Pekín y Seúl, sino también a Washington. Nobuo Kishi, viceministro de Exteriores, y el ex ministro de Exteriores Hirofumi Nakasone, hijo del ex primer ministro nacionalista Yasuhiro Nakasone, fueron los encargados de justificar la posición japonesa ante sus aliados norteamericanos. Incluso la India, que mantiene algunas diferencias con China, consideró inadecuada la visita de Abe al santuario. Pese a ello, Washington, aunque no comparte plenamente los planteamientos del primer ministro japonés, a quien juzga demasiado nacionalista e imprevisible, alienta en la práctica la política japonesa por el procedimiento de sembrar dudas sobre las intenciones de China en Asia y en el resto del mundo. Así, el subsecretario de Estado norteamericano, Daniel Rusel, proclamaba la preocupación de su país por la conducta china y por las disputas en el Mar de la China del sur, y son recurrentes las alarmas lanzadas regularmente por el gobierno norteamericano, su prensa u organismos afines, sobre el “creciente poder militar chino”. Sembrar dudas y atizar disputas, como está haciendo el gobierno norteamericano no parece la mejor opción para impulsar la distensión en Asia. También se encuentra Washington tras las declaraciones del presidente de Filipinas, Benigno Aquino, quien, en el Foro de Davos, hizo una disparatada comparación entre las reclamaciones chinas sobre algunas islas (como las Senkaku-Diaoyu, las islas Spratly, o los atolones Scarborough) con las exigencias de la Alemania nazi sobre Checoslovaquia en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Aquino no hubiera hecho esas declaraciones sin el aval de Washington. El mismo fin persiguen las esporádicas revelaciones de militares norteamericanos de escasa relevancia sobre las hipotéticas intenciones del gobierno chino de librar una rápida guerra aleccionadora contra Japón, que han aparecido durante los últimos meses en la prensa de distintos países del sudeste asiático.

Tokio sigue una activa política internacional, dirigida a los gobiernos asiáticos, europeos y al norteamericano, pero orientada también a los medios de comunicación, para hacer arraigar la visión de que las islas Senkaku-Diaoyu le pertenecen. Japón también mantiene una disputa con Corea del Sur por las islas Dokdo (o Takeshima, como las denomina en japonés), y tiene tensas relaciones con Seúl (y con Corea del Norte) por la misma razón que con China: la ocupación colonial y los crímenes japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Al mismo tiempo, las diferencias que Tokio mantiene con Moscú sobre las islas Kuriles (que Japón denomina “territorios del Norte”) añaden dificultades al objetivo japonés de concentrar sus fuerzas contra China, a quien juzga su principal rival y el mayor riesgo para el futuro. Tokio reclama a Moscú las islas de Iturup, Kunashir, Shikotan y Habomai, las más próximas a la isla japonesa de Hokaido. Por ello, Abe pretende llegar a un acuerdo con Rusia que resuelva la cuestión de las islas Kuriles y culmine con un tratado de paz, que no se firmó tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. Pero es un objetivo dificultoso, dado que Tokio no quiere renunciar a sus reclamaciones históricas, y porque, tras él, se encuentran también los ecos de la guerra de 1905, donde Japón derrotó a la Rusia zarista y cuyo desenlace dio prestigio al militarismo y el imperialismo japonés que codiciaba Corea y la Manchuria china, contienda muy importante todavía para el tradicional sentido del honor y del deber que mantiene la sociedad japonesa con su propio pasado. A semejanza de las reivindicaciones de la extrema derecha alemana sobre los territorios de Silesia y Prusia Oriental, su equivalente japonesa aprovecha la convención anual sobre las Kuriles que se celebra en Japón para estimular los sentimientos nacionalistas nipones.

Curiosamente, frente a tanta queja y alarma por la política de Pekín, a principios de año, Ichita Yamamoto, ministro del gobierno de Abe, declaró que su país iba a nacionalizar casi trescientas islas dentro de lo que Tokio considera aguas territoriales japonesas. El anuncio, hecho mientras sigue sin resolverse la disputa por las islas Senkaku-Diaoyu, añadía combustible a la preocupante hoguera que empieza a arder en oriente. En febrero, portavoces oficiosos del gobierno japonés divulgaron los supuestos planes del gobierno chino para establecer una Zona de Identificación de Defensa Aérea, ZIDA, sobre el Mar de la China del Sur, acusación que encontró inmediato eco en las reacciones de altos funcionarios norteamericanos. Danny Russel, responsable en el Departamento de Estado norteamericano de las cuestiones del Asia oriental y el Pacífico, se permitió advertir a China sobre la eventualidad de una ZIDA, mientras el gobierno norteamericano enviaba a la zona barcos militares y bombarderos B-52 en una explícita exhibición de fuerza. Tokio no descuida otros escenarios internacionales, donde critica la actuación de China: el propio Abe, durante la reciente gira por África que le llevó a Costa de Marfil, Mozambique y Etiopía, se permitió afirmar que la ayuda china al continente busca apropiarse de sus mercados y sus recursos, mientras que, según él, la ayuda japonesa crea puestos de trabajo en África.

Abe, en un mensaje dirigido a todo el país, anunció el propósito de su gobierno de reformar la Constitución, para cambiar un texto que incluye la renuncia a la guerra, y lo hizo utilizando un lenguaje equívoco y el eufemismo de la defensa de un “pacifismo activo” para enmascarar el propósito de eliminar las limitaciones que la Constitución de 1947 (redactada e impuesta por el gobierno norteamericano de ocupación) impone a sus fuerzas armadas: el deseo de convertir a Japón en una nueva potencia militar, resucita las tentaciones del militarismo del pasado. Decisiones como la creación del Consejo de Seguridad Nacional, el aumento de los gastos militares, y una nueva doctrina de Seguridad nacional, junto a los planes para reforzar su ejército y consolidar la alianza con los Estados Unidos, indican el objetivo del gobierno de Abe. Además, el gobierno de Tokio aprobó, a finales de año, un programa quinquenal de reforzamiento militar ligado a la nueva estrategia defensiva del país, que pretende aumentar las misiones militares en el exterior e incorporarse al mercado de la venta de armamentos. Para justificar su nueva política, Abe mantiene que la situación en Asia se agrava debido al reforzamiento militar chino y a su expansión marítima y aérea, sin reparar en que Pekín no ha tomado ninguna decisión en ese sentido, y sin querer examinar el escenario creado por el dispositivo militar norteamericano en Asia, y el rosario de instalaciones militares estadounidenses en la periferia china, de forma que, ante las justificadas quejas del gobierno chino sobre el creciente cerco militar sobre sus fronteras, Tokio alega que su objetivo (y el de Estados Unidos) no es rodear a China sino hacer de esta un miembro responsable de la comunidad internacional… dando por supuesto que, hoy, no lo es.

El acentuado nacionalismo del nuevo gobierno japonés, junto al reforzamiento de su potencial militar es un mensaje preciso que tiene un destinatario: China. La visión nacionalista de Abe acaricia la idea de dotar a Japón de una fuerza militar similar a la importancia económica de Japón, que es la tercera potencia mundial, para desempeñar un papel más relevante en Asia y hacer frente al reforzamiento chino, como declaró Abe al Wall Street Journal. Por su parte, China no deja de recordar el contraste entre la actitud de Tokio y la de Alemania, a la hora de abordar su responsabilidad histórica, su pasado militarista y la comisión de crímenes de guerra. China considera, además, que la política norteamericana en Asia fomenta las disputas, como pusieron de manifiesto las garantías dadas por John Kerry al gobierno japonés, durante la visita a Washington del ministro japonés de exteriores, Fumio Kishida, a finales de febrero, de que Washington ayudaría a Japón si la tensión en los mares próximos a China aumenta. Es obvio que esas garantías norteamericanas dan alas al nuevo rumbo del gobierno japonés.

Japón fue hasta el siglo XX la principal potencia naval de Asia, y forzó a China a ceder Taiwán y Lüshunkou (Port Arthur), consiguió parte de la isla rusa de Sajalín, y después se adentró por la senda del militarismo fascista, ocupando grandes regiones de China y toda la península de Corea, causando la muerte y el sufrimiento entre sus vecinos, que no han olvidado, y que permanecen siempre alertas ante el histórico racismo japonés hacia chinos y coreanos y otros pueblos asiáticos, que no ha desaparecido, aunque se mantenga latente y silencioso. Ahora, el orgullo nacionalista japonés, que Shinzō Abe no duda en estimular, ha reavivado las disputas históricas con Pekín, que están afectando incluso a los intercambios económicos entre las dos potencias asiáticas, hasta el punto de que el propio primer ministro japonés declaró en el reciente Foro de Davos que la tensión entre su país y China recuerda al enfrentamiento entre Gran Bretaña y Alemania durante los años de la “paz armada” previos al estallido de la Primera Guerra Mundial.

Japón, que cayó prisionero en las redes del militarismo fascista en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, ha vivido sesenta años a la sombra de los Estados Unidos, como un viejo enemigo convertido en un aliado derrotado y sumiso, en un gigante económico y, al mismo tiempo, en un Estado sin protagonismo internacional, siempre discreto, siempre dispuesto a aceptar los designios y la voluntad de quien le envolvió en el terror atómico. Ese país del sol naciente, amable y educado, admirable por tantas cosas, parece ahora, con el gobierno de Shinzō Abe, olvidar las desgracias del pasado, y prisionero, otra vez, de la retórica nacionalista, como si estuviera presto a resucitar el militarismo fascista de ayer, blande de nuevo la katana del samurái.

 

Aticulo también publicado en El viejo topo