Nuestras repúblicas PDF Imprimir E-mail
III República - III República
Escrito por Tomás Segovia   
Martes, 22 de Noviembre de 2011 04:16

El surgimiento de la República española en 1931 significó uno de los momentos más esperanzadores de su tiempo. Aplastada por Franco, sus grandes logros en los ámbitos social y educativo sufrieron una regresión terrible. El poeta Tomás Segovia, exiliado y testigo de aquellos tiempos, recuerda su propia experiencia vital, a la vez que destaca la importancia del espíritu republicano en la actualidad.

La memoria, en cierto modo, es más traumática que cronológica. Quiero decir que la memoria es muy sensible a los traumas: un hecho traumático deja muchas veces una huella intensa en la memoria, pero también muchas veces, como saben los psicólogos, la memoria borra o reprime un recuerdo precisamente por ser el de un hecho traumático. En cuanto a la cronología en cambio la memoria como tal suele ser vaga e imprecisa, y se necesita casi siempre un esfuerzo de racionalización para ordenar nuestros recuerdos espontáneos en una secuencia cronológica precisa y objetiva.

 

Yo, por ejemplo, tengo dos recuerdos que creo que son los más antiguos de mi vida, por lo menos entre los que puedo representarme con alguna claridad. El primero se refiere a un hecho enteramente anodino, salvo para el niño que yo era entonces. Calculo, pero sin ninguna seguridad, que debía de tener alrededor de cuatro años. La familia veraneaba en Pozuelo, que era entonces una aldea diminuta a la que se llegaba desde Madrid después de una ardua jornada. Yo poseía un cochecito de pedales del que creo que sólo disfrutaba en vacaciones. El asiento era una tabla semicircular rodeada por la hojalata de la carrocería. Un día la tabla se desprendió y me di un tremendo sentón contra el suelo. Fue sobre todo el susto, me parece, más que el dolor, lo que grabó profundamente aquel percance en mi memoria. El otro recuerdo es el de una inmensa multitud de la que no se veía el fin llenando hasta apretujarse una ancha avenida; una multitud vitoreante, agitando brazos y banderas, dando rienda suelta a su entusiasmo. Pero este otro recuerdo puedo situarlo con precisión en el tiempo cronológico: era el 14 de abril de 1931.

Es también el tiempo el que ha ido diezmando a los que podemos todavía tener un recuerdo de aquel día y que somos ya bien pocos. Ésta es la única justificación de que esté yo aquí hoy hablándoles a ustedes. Sobre los hechos que estamos conmemorando yo no tengo más datos o más conocimientos que cualquiera de ustedes. Es claro que yo no soy ni historiador, ni erudito, ni una persona situada en algún momento cerca de los centros del poder o de la información. Yo no soy más que un señor que escribe en los cafés, y que para preparar las páginas que voy a leerles no ha pasado un minuto en ninguna biblioteca —ni casi en Wikipedia-. Mi único título es ser de los pocos todavía vivos que nacimos antes de aquella fecha. De nuestro tema no tengo pues más que recuerdos, y lo único que puedo ofrecer no será ni información ni aclaraciones, sino en todo caso alguna reflexión a partir de esos recuerdos. Es lo que quise sugerir al llamar a estas páginas "Nuestras repúblicas". Pude decir mis repúblicas, pero aunque partía de mis recuerdos, no quería que nadie pudiera pensar que se trataba de mi historia personal. Porque en mi recuerdo hay por lo menos dos repúblicas españolas, una república en España, que rodeó mi primera infancia, y otra en el exilio, separadas por una brecha que en mi caso duró varios años y se desplegó entre Francia y Casablanca. Pero puestos a pensar en más de una república, no puedo evitar pensar también en una tercera república, que a mí me parece estar como agazapada detrás de una vistosa monarquía esperando el día de su retorno.

Porque si uno contempla a ojo de pájaro nuestra civilización moderna, no deja de ser sorprendente que pueda haber democracias monárquicas. La idea moderna de democracia, imaginada por los pensadores de la Ilustración, y puesta en práctica por los revolucionarios franceses o norteamericanos, consiste, como su nombre lo indica, en dar el poder al pueblo, y eso implica necesariamente quitárselo al monarca. A su vez, la monarquía, como también lo indica su nombre, consiste en que el poder lo detenta una persona individual. La idea de que se puede ser rey cuando no se tiene el poder, así a primera vista parece un puro sinsentido. Ya sé que estoy simplificando, y que en las monarquías constitucionales modernas, que no son pocas, hay una serie de condicionamientos, calificaciones y especificaciones que permiten que el poder esté en manos de un gobierno oficialmente democrático, y a la vez el rey tenga algunas funciones en esa manera de gobernar. Pero insisto en que mirado a ojo de pájaro todo eso parecen componendas. Porque, ¿cómo es posible que en una democracia alguien tenga alguna función en el gobierno sin haber pasado por las urnas? A menos que el gobierno democrático mismo hubiera nombrado rey al rey, situación también grotesca pero que no carecería de antecedentes históricos. En España fue más bien al revés, y sin duda es de agradecer que Juan Carlos abriera la puerta a la democracia en lugar de abrirla, cosa que temimos un momento, a alguna dictadura militar, como también es de agradecer que poco más tarde contribuyera a salvar esa misma democracia al no lanzarse en brazos de los militares que intentaron un golpe de Estado. Pero si los hechos han sido efectivamente así, entonces es una vergüenza que debamos la democracia a los buenos oficios de un rey que no nombró nadie sino el caudillo por la gracia de Dios generalísimo Francisco Franco, que sería un poco como debérsela al propio caudillo. Volveremos sobre eso, porque no falta quien juguetee con esa idea.

Entonces, si llamamos monarquía a una cosa que no es evidentemente lo que esa palabra significa, ¿qué diferencia hay entre una posible tercera república española y esta monarquía sin poder? Si la democracia excluye el poder unipersonal, ¿no es en realidad el gobierno actual de España una república adornada con una pintoresca corona de oropel? La respuesta es: sí, pero. El papel del rey en la democracia española es sobre todo simbólico, pero si hay algo que caracterice a lo político frente a todo lo demás es justamente una relación perversa entre lo simbólico y lo fáctico. Nociones tan simbólicas como patria, fe, sangre, identidad pueden desencadenar las más mortíferas violencias. El apoyo de Juan Carlos al golpe de Tejera hubiera sido puramente simbólico, puesto que el rey no tenía ninguno de los tres poderes teóricos de los gobiernos, ni tampoco un poder militar, pero ese apoyo hubiera cambiado muy probablemente el curso de la historia de España. Por eso un español verdaderamente demócrata no puede aceptar de todo corazón que España sea una monarquía. Con todas las palmas necesarias al rey Juan Carlos por no haberlo hecho tan mal, y sobre todo por haber evitado ser una catástrofe, de todos modos lo normal y coherente sería una tercera república española. La cual hubiera tenido que ser heredera directa de la segunda. Me parece que cada vez se ven más claras las consecuencias de que no haya sido así. Desde hace algún tiempo (no mucho, la verdad) ya no se presume tanto en España de la famosa transición supuestamente modélica. Desde luego hubiera parecido un poco raro que la nueva monarquía española, por democrática que fuera, se declarara heredera de la república. Pero hubiera podido dejar un poco más claro que la nueva democracia, aunque fuera una democracia monárquica, era heredera de la democracia de 1931, y no de la dictadura de 1939. Yo no estoy tan seguro de que el propio rey no hubiera podido repudiar públicamente al predecesor mismo que le había pasado el poder, como hizo en México Lázaro Cárdenas en 1934, pero en todo caso los que hicieron la Constitución, que no habían sido nombrados por Franco; ahora todo el mundo sabe que debieron repudiar sin ambigüedades la dictadura y condenar sus crímenes sin ninguna clase de turbias amnistías. Esa clase de ruptura es la que la democracia española pide en cambio a los partidos soberanistas vascos, porque es evidente que toda democracia se abre con una ruptura explícita frente a todo despotismo violento.

Esa cobardía de la transición es la que hizo posible el vergonzoso espectáculo que ofrece hoy al mundo la justicia española, borrando aplicadamente la memoria histórica, persiguiendo a quienes busquen la verdad y absolviendo abiertamente a los corruptos de derecha. Es también lo que permite que se coquetee más o menos veladamente, como dije antes, con la idea de que es a Franco a quien debemos la democracia, haciendo juego con la moda cada vez más extendida, incluso entre cierta izquierda, de equiparar los crímenes del franquismo con los supuestos crímenes de la república. Aun que parezca increíble (por lo menos a mí me lo parece), tengo amigos que se declaran de izquierda pero que dicen que la verdadera culpa de la guerra civil la tuvo la república, y que los pobres militares no tuvieron más remedio que levantarse para atajar el caos final.

Y eso me lleva de nuevo a mi primera república, aquella que nació en medio de un júbilo tan extraordinario, que yo pude olvidar todos los recuerdos de aquella época de mi infancia menos ése. Acabo de llamar supuestos crímenes a los que ciertos españoles, atacados de una inopinada severidad, achacan a la segunda república. Porque no cabe duda de que hubo atrocidades en esa república, pero eran atrocidades que cometían grupos incontrolados, no el gobierno de la república, mientras que en el lado franquista las autoridades no sólo avalaban toda clase de atrocidades, las cometían ellas mismas. Pero los que equiparan unas y otras atrocidades jamás mencionan esa diferencia fundamental. Es curiosa la argumentación de algunas personas que miran las cosas más o menos así y que, si no llegan a justificar el levantamiento militar, por lo menos "lo entienden" en vista de que la república no supo controlar esos atropellos, como si los militares no hubieran puesto fin a dichos atropellos con la clara intención de imponer otros muchísimo peores, y como si la violencia bárbara de los sublevados no pudiera a su vez hacer "entender" la violencia contraria. Pero más en general hay que insistir además en que no puede equipararse una democracia legitimada por el voto con una dictadura impuesta por las armas. Se trata de dos polos radicales e irreductibles, y empezar a mezclar las cosas y emborronar las fronteras es haber entrado ya en la barbarie.

Porque mirando una vez más a ojo de pájaro, no cabe duda de que la segunda república española fue una cúspide incomparable en toda la historia de España. Si hubiera balanzas para medir objetivamente el peso de estas cosas, el platillo de lo que la república logró en educación, para atenernos a ese único aspecto, superaría con creces el platillo de todos los desmanes cometidos en su tiempo. Si vuelvo a mis recuerdos personales, de donde parto todo el tiempo, como ya he dicho, mi infancia en la república se me representa como un periodo rodeado de un ambiente armonioso y enormemente saludable. Por supuesto, a los niños trataban de mantenernos en la ignorancia de la violencia que se desencadenaba aquí y allá, pero poco después ese mismo cuidado con la infancia resultaba ahora impotente, y el periodo que siguió no se presenta para nada en mis recuerdos infantiles con esa aura luminosa y esperanzada; una vez desencadenada la guerra, nadie hubiera podido mantener a un niño en la ignorancia de la amenaza y del miedo. En la república, como digo, el platillo positivo podía oscurecer todo lo que se acumulara en el platillo negativo. Hay datos para mostrarme que mi sentimiento infantil de seguridad y de marcha por el buen camino concordaba bien con la realidad general. Si recordamos que esa república duró menos de cinco años, y casi todo el tiempo acosada por todos lados, es una proeza todo lo que logró en tan corto plazo, teniendo en cuenta de qué panorama desolador partía. A pesar de los acosos y de los desmanes, en 1936 España era ya casi enteramente un país europeo moderno. A mis diez años, en París, mi educación española no tenía mucho que envidiar a la de los niños franceses.

Esa antorcha la república peregrina la mantuvo siempre bien alta. Ya desde mi exilio infantil parisiense, en condiciones bien precarias, mi educación española siguió siendo admirable. Los maestros de las colonias infantiles que el gobierno de la república sostenía en el extranjero eran verdaderos santos laicos, que son tal vez los únicos verdaderos santos. Eran parte de aquellas gentes que habían realizado antes de la guerra las misiones pedagógicas, la Institución Libre de Enseñanza, el Instituto Escuela, la Residencia de Estudiantes. El rastro de esa generación sigue siendo reconocible no sólo en la descendencia del exilio español, sino en los países donde se asentó ese exilio y en España misma trasminando bajo el limo franquista.

Y con esto estoy hablando ya de mi otra república, la que conocí en el exilio. Es natural que para mi generación, la de los niños del exilio en México, el rostro de esa república sea sobre todo el de la educación. Era en realidad a través de nuestros padres como pertenecían a España, y a través de nuestros maestros como pertenecíamos a la república. Lo primero que hay que decir es que nuestro destino fue extraordinariamente afortunado. Creo que puede afirmarse que ningún exilio fue nunca mejor acogido que el exilio español en México. En ese clima favorable, la república fundó para nosotros algunas de las escuelas más admirables que puedan imaginarse. Pocas generaciones habrán tenido mejores maestros que la nuestra.

En esa experiencia excepcional vale la pena hurgar un poco. Nuestra situación era bastante paradójica. Vivíamos en un país donde teníamos un gobierno pero no teníamos un país. Mientras no estuviéramos naturalizados mexicanos, éramos ciudadanos de una república pero no de una nación, puesto que nos negábamos a reconocernos súbditos de la España de Franco, aunque aquel gobierno nos considerara tales, sólo que delincuentes. E incluso ya con la nacionalidad mexicana, seguíamos siendo súbditos de la república española, y esa parte nuestra seguía siendo igual de paradójica, con la añadidura de una paradoja más: en virtud de las leyes mexicanas, al adquirir la nacionalidad mexicana habíamos renunciado a la nuestra original, a pesar de lo cual en la república en el exilio seguíamos siendo ciudadanos españoles.

Esta extraña situación me hace pensar en un debate de gran actualidad: el que gira en torno a lo que se ha llamado patriotismo constitucional o patriotismo republicano. A mí personalmente me repele un poco que le llamen a eso "patriotismo", pero eso no quita que la idea me parezca enormemente interesante. Porque de lo que se trata es de librarse de la pesadilla de los nacionalismos, regionalismos e identidades. Para decirlo simplificadamente y desde mi visión personal, el pacto social no es un pacto natural, si se entiende lo natural en el hombre como lo étnico o incluso esa otra especie de naturalidad que llaman la identidad o a veces la nación, entendida como identidad nacional. Esto es particularmente visible en la forma de organización social llamada democracia, donde el Estado reconoce al ciudadano no por una supuesta identidad personal, de sangre, de etnia, de lengua o de particularidad cultural, incluyendo la religión, sino exclusivamente como sujeto de derechos. Lo que confunde mucho las cosas es que esos derechos incluyen justamente el respeto a las etnias, las lenguas, las culturas, las religiones, aunque no a la sangre (salvo en el caso único y evidentemente anómalo, entre nosotros, de la sangre real de don Juan Carlos). Pero es importantísimo no olvidar esta distinción, por sutil que les parezca a muchos: es porque soy ciudadano por lo que tengo derecho a mis peculiaridades, no por mis peculiaridades por lo que soy ciudadano. El proyecto de convivencia en común de un conjunto de seres humanos no se funda en la identidad, sino en la libertad: las leyes me permiten ser libre de identificarme con mi raza, mi lengua o mi religión, mientras que no es esa identificación la que me hace ciudadano libre, más bien tiende a condicionar y prescribir mi conducta.

Dadas estas circunstancias, la idea de eso que llaman patriotismo republicano es que ese ámbito donde funcionamos como seres libres y no como los seres condicionados que también somos; ese ámbito, decía, también puede ser objeto de lealtad y hasta de amor, tanto como el ámbito de nuestros condicionamientos "naturales". Esta sugerencia es profundamente pertinente en esta época nuestra en que la famosa globalización ha acarreado paradójicamente (o no tan paradójicamente) las fragmentaciones más encarnizadamente en pugna que recordemos. El patriotismo, nacional o regional, causa hoy estragos como nunca, dentro y fuera de las comunidades en contacto, porque hay que recordar siempre que son los inmigrantes los más vapuleados y los más indefensos frente al patriotismo. El patriotismo encumbró a Hitler y a Franco y produjo las masacres de Europa central después de la caída de la URSS y de tantos países africanos después de la descolonización. Por eso yo preferiría hablar de una lealtad republicana, que puede ser incluso amor a la república.

¿No parece que estamos hablando de nuestra república, de la segunda de mis repúblicas, la república española en el exilio? Nosotros no hubiéramos hablado mucho de patriotismo, esa palabra era ya bien sospechosa a nuestros oídos. Pero nuestra lealtad y nuestro amor eran lealtad y amor republicanos. De algún modo encarnábamos ya, aunque no lo supiéramos ni casi lo quisiéramos, lo que Habermas y otros sueñan con el nombre de patriotismo constitucional o republicano: nuestro apego, nuestra fidelidad, nuestra entrega y hasta nuestra identificación eran ante todo a un derecho, a una justicia, a una libertad. Ese lazo era más fuerte que el que nos ligaba a una tierra, puesto que éramos tantos los que durante tanto tiempo preferimos quedarnos cerca de nuestra república y no de nuestra tierra.

Y vuelvo a mis recuerdos personales para colocarlos ahora en esta perspectiva. Cuando yo volví a pisar suelo español, un año después de la muerte de Franco, me sorprendieron muchísimo las agrias polémicas regionalistas que hacían ya furor entonces. Yo había vivido mi infancia y primera juventud bastante sumergido, como casi todos los de mi generación, en una comunidad de exiliados españoles que formaba en México una especie de gueto o subpaís con gobierno y todo. En ese subpaís las diferencias regionales no le quitaban el sueño a nadie, por lo menos en mi generación, que había vivido muchos más años en México y en la "patria derecho" de la república española que en cualquier región de España. Cuando jugábamos al fútbol, o cuando organizábamos excursiones o inocentes guateques, a nadie se le ocurría tener en cuenta la región de origen o la lengua materna de los compañeros. Si todos nos sentíamos españoles sin que a nadie se le ocurriera ni por asomo que era más español un castellano que un vasco o un murciano que un catalán, era porque todos nos sentíamos esencialmente republicanos, que es el sentimiento que Habermas quisiera alentar como remedio a los males de las pugnas regionales, pero también muy señaladamente de la marginación y desvalimiento de los inmigrantes que perturban la identidad patriótica de los patriotas. También de eso los republicanos del exilio tuvimos una experiencia privilegiada. Aunque nuestra situación de extranjeros fue excepcionalmente favorable, incluyendo la lengua en general compartida y la comunidad de muchas tradiciones, de todos modos la integración de los no nativos encuentra siempre algún tropiezo. La cuestión de la integración está hoy en el tapete en todos los países más o menos ricos, y es una de las preocupaciones principales de quienes han imaginado la idea de un patriotismo constitucional. Porque el otro patriotismo, el de las identidades, nos está deshumanizando por los dos lados, el de los patriotas que persiguen a los inmigrantes que no adoptan la nueva identidad, y el de los inmigrantes que se aferran a su propia identidad y no son leales a unas repúblicas a cuya protección se acogen sin embargo. Nosotros los republicanos del exilio, precisamente por nuestra historia privilegiada, deberíamos ser conscientes de los peligros que nos fueron escatimados y entender por eso con particular claridad esos peligros.

Y ya estoy pensando otra vez en mi primera república, la de 1931-1939. Estos conflictos hoy tan angustiosos están enteramente ausentes de mi memoria de esa época. Pero no me refiero sólo a unos recuerdos personales que seguramente yo era demasiado niño para haber almacenado, sino también a lo que más tarde, ya en el exilio o en mis exilios, oía a mi alrededor. La emigración era entonces al revés, y precisamente la república estaba en vías de paliar aquel caudal de emigrantes que desde hacía más de un siglo salía sin cesar de España. Porque hay que insistir en que el proyecto de la Segunda República española abarcaba prácticamente todos los aspectos de la vida política de entonces. Es claro que eran otros tiempos y que no podría repetirse hoy sin modificaciones la constitución de 1931 ni proponer un proyecto de país idéntico. Pero es eso precisamente lo que se quiere dar a entender cuando se dice que la nueva democracia española debería ser heredera de aquélla. Está claro que la monarquía democrática o la democracia monárquica de hoy sólo muy parcialmente se propone tomar el relevo de aquel proyecto de país.

Hoy por ejemplo las leyes laborales tendrían que ser diferentes, sin duda, pero no deberían ser tan obviamente en detrimento de los derechos de los trabajadores y a favor de las empresas. No se trata de repetir las mismas leyes y reglas, sino de heredar su espíritu. Y el espíritu de esa república era la búsqueda del bienestar social, de la justicia equitativa, del respeto a las identidades dentro de una lealtad republicana, de apertura a los inmigrantes cuando los hubiera, de laicismo respetuoso pero firme, de gran impulso a la educación. Sería sin duda injusto decir que es porque España es hoy una monarquía por lo que se aparta tanto de aquel proyecto. Francia, Alemania, Italia no son monarquías y sin embargo cojean hoy del mismo pie. Nadie dice que sea culpa del rey, son las democracias supuesta mente avanzadas las que están hoy enfermas. Pero el modelo al que nosotros podemos recurrir en nuestra memoria es un modelo decididamente republicano, en el pleno sentido de la palabra, en ese sentido que las democracias neoliberales de hoy están tergiversando peligrosamente. Cierto que sería difícil ser fieles en España a ese modelo, actualizado pero no traicionado, mientras el resto del mundo siga por donde va. Pero la conciencia de que el mundo occidental debería prestar oído a ese modelo, como debió prestarlo en 1936, y aprender cuál puede ser el precio de no hacerlo, nos basta para estar seguros de que la celebración de este aniversario está perfectamente justificada.

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Tomás SegoviaTomás Segovia: Poeta, dramaturgo, novelista y traductor nacido en Valencia, España, en 1927.
A los nueve años de edad emigró con su familia a Francia, luego a Marruecos y posteriormente a México, su país
de adopción, donde ha residido la mayor parte de su vida. Estudió filosofía y literatura en la Universidad Autónoma
de México y en el año de 1957 ingresó como profesor de la UNAM,  donde dirigió la Revista Mexicana de Literatura.
Publicó sus primeros poemas en 1950, obteniendo una beca Guggenheim. Fue profesor de la Universidad de Princeton,
y director de importantes revistas americanas y europeas.
Escribió una veintena de libros de poesía, entre los que se cuentan, "La luz provisional" en 1950, "Apariciones"  en
1957, "Cuaderno del nómada" en 1978, "Cantata a solas" en1985, "Lapso" en 1986, "Noticia natural" en 1992,
"Fiel imagen" en 1996 y "Sonetos votivos" en 2007.
Obtuvo los premios Xavier Villaurrutia en 1972, Magda Donato en 1974, Alfonso X de Traducción en 1982, 1983 y 1984
y Octavio Paz en el año 2000.
Falleció en noviembre de 2011.      

 Fuente: Revista de la Universidad de México