Republicanismo en clave socialista. El horizonte de la fraternidad PDF Imprimir E-mail
III República - III República
Escrito por Jose A. Perez Tapias   
Viernes, 05 de Octubre de 2018 04:54

¿Cómo hacer frente a unas derechas que se deslizan hacia la ultraderecha para que el neofascismo no les coma el terreno? Es decir, ¿cómo frenar, y derrotar, al nuevo fascismo social que va tomando cuerpo y creciendo en sociedades atemorizadas, segmentadas, incrédulas ya para tragarse el globalismo, como esa ideología de la globalización cual variante del mejor de los mundos posibles, que denunció Ulrich Beck antes de abandonarnos? El populismo y sus lógicas tienen hoy raíces en los miedos que a muchos invaden, en las desigualdades sin perspectivas de superación, en el atomismo individualista sin coberturas comunitarias…

Pero es tan equívoco en sus propuestas que, bajo el rótulo de populistas, ellas tanto se vocean por la derecha como se articulan por la izquierda. Y hay razones para pensar que el invento populista, en definitiva, corre a favor de la derecha, pues difícilmente la izquierda le ganará a ésta en ese terreno. Y el problema, en definitiva, es que los individuos vean sus vidas cada vez más dañadas -¡con qué acierto lo expresó Adorno!- y la sociedad, sus dinámicas cada vez más entregadas, desde la impotencia política, a los poderes del mercado.

Si tal panorama es el que ha llevado a considerar el republicanismo como la vía contrapuesta al populismo para generar alternativas políticas a la situación existente, conviene igualmente perfilar ese republicanismo para sacarlo del secuestro al que también lo sometieron las derechas –por ejemplo, en Francia, como Rancière lo puso de relieve en su Odio a la democracia-, así como argumentar a favor del mismo haciendo ver las razones que avalan esa apuesta, incluso frente a quienes abogan por un “populismo republicano”, forzando una síntesis de difícil sostenimiento –lo intenta el profesor Fernández Liria-.

Si el populismo trata de implementar una transversalidad que aglutine a los “plebeyos” para que conformen “pueblo” –constituyendo con ello, un tanto adánicamente, lo político-, dejando de lado los conflictos sociales para decantarlos en torno a la visión dicotómica entre “los de arriba” y “los de abajo”, utilizando diversas denominaciones, pero sin que eso evite que a la postre “los de arriba” se reubiquen controlando el movimiento; si la lógica populista implica la pretensión de construir una nueva hegemonía sociopolítica en base a la articulación de las demandas susceptibles de integrarse en una estrategia de equivalencias entre ellas, como propone el argentino Ernesto Laclau; y si la política populista supone una potenciación extrema del liderazgo, para que un hiperliderazgo personalista dé lugar a la identificación emocional que adscriba a los individuos a una mayoría cualificada como comunidad, que a la postre no es sino nacional…; si todo ello es así, el republicanismo ofrece vías distintas para resolver los problemas que con tales premisas se quieren abordar.

Actualización de la herencia republicana

El republicanismo conlleva la consideración del pluralismo como un hecho irrebasable, incluyendo la conflictividad social como realidad no sólo constitutiva de lo político –Maquiavelo acentuaba eso precisamente-, sino en el origen de una democracia consciente de que su tarea es encauzarla, sabiendo que es falsa ilusión una sociedad plenamente reconciliada. Consonante con el pluralismo es llevar la pluralidad a las estructuras de poder mismas, es decir, conformando una institucionalización de lo político con división de poderes, lo cual es condición indispensable para que haya “gobierno de leyes” y no “de hombres”, esto es, ejercicio del poder que no sea arbitrario.

La tradición republicana moderna piensa más en conjugar esa pluralidad que en una política según parámetros de hegemonía; por ello es proclive a alianzas múltiples y no a una hegemonía política que siempre puede derivar a reediciones de política como dominio, lo cual contradice la concepción republicana, ensalzada por Pettit, de la libertad como no dominación –y no sólo como no interferencia en la vida privada de los individuos-. Pluralismo y política posthegemónica, vistos desde hoy, exigen liderazgos democráticos en clave republicana, sostenidos por una ciudadanía adulta, crítica y participativa, que rechaza los excesos personalistas que tanto se ven alentados en la “sociedad del espectáculo” recreada por la cultura digital.

Un republicanismo actualizado retoma con convicción lo que Habermas, por ejemplo, clarificó de forma nítida: la soberanía en que se apoya la legitimidad del poder político, y que de una forma u otra remite a una comunidad, hasta ahora entendida como nación, es cooriginaria con los derechos humanos de los individuos constituidos en ciudadanos y ciudadanas justamente como sujetos de derechos en la comunidad política que los reconoce –no los funda, aunque sí los asume como derechos fundamentales-. Si así nos llega, al menos, desde Rousseau y Kant, tal herencia republicana en la que va recogido el núcleo del liberalismo político originario, es legado irrenunciable de un republicanismo que se autocomprende como radicalización de la democracia –punto que el mismo Laclau, por su parte, deja subrayado, siendo elemento especialmente valioso del libro Hegemonía y estrategia socialista, cuya autoría comparte con Chantal Mouffe-.

Pensando como simultáneas, en la fundamentación y en su despliegue político, soberanía y derechos de los individuos –a la postre, sin mitificaciones nacionalistas ni idolatría del Estado, y con un concepto laico de soberanía, se puede coincidir con Luigi Ferrajoli en que es en los individuos como sujetos políticos donde radica el “resto” de soberanía que efectivamente se puede hacer valer democráticamente-, es como cabe mantener vivo el legado republicano que desde 1789 nos viene dado con el lema “libertad, igualdad y fraternidad”.

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Para radicalizar la democracia: visión socialista del republicanismo

Justamente para que en el siglo XXI, en época de globalización, de fascismos emergentes y de tentaciones irracionalistas, tenga viabilidad un republicanismo que refuerce nuestras democracias en peligro, es para lo que hace falta una visión socialista de lo republicano en sus tres dimensiones de forma de Estado, concepto de democracia radical e idea de ciudadanía participativa. Tal visión socialista requiere a su vez, como exige el mismo ejercicio dialéctico de pensarla, una “idea de socialismo” profundamente renovada. Es para esa reconstrucción de proyecto socialista para las que son pertinentes aportaciones como las de Axel Honneth .

Desde el trasfondo de sus reflexiones de Teoría Crítica, Honneth, en la búsqueda de alternativas políticas, presenta un balance de la tradición socialista en el que destaca tres puntos que un socialismo replanteado ha de dejar atrás: una concepción dogmática del materialismo histórico que lleva a aislar adialécticamente la contradicción capital-trabajo y a considerar unilateralmente el factor económico, una visión teleológica de la historia, concebida como progreso indefectible y, en relación con esos dos puntos, un tercero consistente en la consideración de la clase obrera cono sujeto histórico cual si tal condición fuera la propia de una esencia hipostasiada.

La realidad obliga a tener en cuenta que la contradicción capital-trabajo no es la única con la que tenemos que lidiar, que el progreso no está asegurado y que no hay ningún sujeto histórico previamente establecido, máxime cuando la clase obrera industrial “tradicional” no existe como antes y nuevos sujetos han surgido en estructuras de clases muy distintas en las sociedades del capitalismo actual, éstas sí hegemonizadas por el capitalismo financiero. Diremos de paso que en la necesidad de tener en cuenta esos motivos de replanteamiento crítico, Honneth y Laclau están próximos, produciéndose el distanciamiento cuando éste intensifica en La razón populista su apuesta por una política hegemónica que intensifique la lógica del populismo como salida a la crisis de la democracia en el contexto de nuestras crisis económicas, mientras que aquél se decanta por reconstruir proyecto socialista en continuidad con la tradición republicana.

Honneth insiste en que, además de la noción liberal de libertades individuales –las que quedan protegidas por los derecho civiles- y de la republicana libertad como autonomía que ha de desplegarse también en la participación política, ha de retomarse aquella “libertad social” que despuntó en los primeros socialistas, incluido Marx, poniendo el acento en la libertad de los “productores asociados” que desde sus condiciones de trabajo trataban de generar, en solidaridad “de unos para con otros” –¡fórmula casi levinasiana!-, condiciones de autorrealización humana. No hay que pasar por alto el componente republicano de una idea de “vida buena” implícita en las exigencias de justicia social, extensibles a la justicia económica. Igualmente, el autor de La idea del socialismo induce a pensar la igualdad no sólo en términos de la igualdad resultante de la redistribución de cargas y beneficios, en la que lo determinante es cómo manejar los condicionantes de la economía capitalista, sino que además viene a contemplar la “igualdad compleja” –dicho con expresión de Michael Walzer- al tomar en serio las reivindicaciones en torno a legítimas diferencias culturales, de género, en movimientos sociales diversos…

Es decir, Honneth hace valer las exigencias de reconocimiento, lo cual es punto fuerte de toda su obra, pues la dignidad desde condiciones de vida materiales también ha de ser la que ve erradicada condiciones sociales humillantes o de marginación. Y en cuanto a la fraternidad, el filósofo alemán insiste en que tal idea emblemática de la Revolución Francesa ha de recuperarse como clave de identidad socialista como relación entre iguales que permite ese reverso de la justicia –“lo otro de la justicia” que decía Habermas- que es la solidaridad.

Ciertamente, un planteamiento como el de Honneth permite perfilar el republicanismo en clave socialista. Si el principio de justicia es rector para cualquier proyecto de socialismo, éste no debe quedar restringido a su versión liberal, ni siquiera al modo del muy socialdemócrata Rawls con su “justicia como equidad”. Las cuestiones de justicia se abordan de hecho desde el telón de fondo de concepciones de “vida buena” de individuos y comunidades, como el mismo Habermas ha llegado a reconocer exigiendo de camino que desde ellas se llegue al debate público con un lenguaje secular para el juego deliberativo de disensos y consensos. Si, como insisten otros autores, cual es el caso, por ejemplo, de Michael Sandel, lo justo no puede dilucidarse sin hacer intervenir concepciones de lo bueno, la tradición republicana posibilita traer a colación una idea de “bien común” sobre la que volver a converger desde exigencias de justicia, lo cual no tiene por qué entenderse como algo limitado a lo común a una comunidad nacional. Un republicanismo puesto al día ha de abrirse más comprometidamente a la pluralidad, que es lo que le posibilitará trabajar a partir del concepto metanacional de una “ciudadanía intercultural”, de la misma manera que le abrirá camino para transitar hacia Estados federales plurinacionales allá donde, como en España, se necesita tal recorrido.

Libertad, igualdad y… fraternidad como clave ético-política

Es de destacar, pues, el papel relevante que en un republicanismo socialista está llamada a desempeñar la fraternidad. Asimilada por los clásicos a la amistad, subrayada como valor por la tradición en la que el cristianismo se hace presente, la fraternidad es la relación entre iguales dispuestos a compartir poniendo en juego toda la potencia de la horizontalidad propia del paradigma democrático. Es verdad que lo político emerge del conflicto y que puede pensarse, recordando a Carl Schmitt, que siempre supone en algún modo la relación amigo-enemigo. Pero, con todo, enfrentándose a conflictos insoslayables, el horizonte de la fraternidad, como Derrida expuso en Políticas de la amistad, delinea una exigencia de justicia más allá de la justicia que supone trascender en la intención utópica las exigencias inmediatas que, a través del derecho, admiten respuestas “con fuerza de ley”. Es decir, la fraternidad nos sitúa bajo ese horizonte en el que las motivaciones morales, o la republicana virtud cívica, encuentran su razón de ser.

El “bien común” de una ordenación socialista de nuestra realidad política se sostiene sobre las respuestas que, desde un inalienable compromiso moral, demos a las justas interpelaciones del otro, de cualquier otro en su singularidad –desde su “rostro”, diría Lévinas-, para llevarlas también, sirviéndonos de las indispensables mediaciones institucionales, a concreción política. La idea de fraternidad presta densidad ético-política a la idea de socialismo para hacerla capaz de articular sobre ella las múltiples demandas de emancipación que, desde diferentes realidades individuales y colectivas, emergen en nuestras sociedades. La confianza en que pueda ser así, para articular desde la finitud y el pluralismo, un proyecto político dialógico, a la vez que apoyado sobre razones susceptibles de ser compartidas por todos –pretensión de universalización, indispensable en un mundo de migraciones-, es además una diferencia notable entre lo que se propone desde un socialismo republicano como el de Honneth y desde la razón populista de Laclau.

igualdadlibertadfraternidadEl emblema del republicanismo y la Revolución Francesa en la fachada del Ayuntamiento de París.

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Fuente: Cuarto Poder