De ratas y de ratones: dos cuentos muy otros PDF Imprimir E-mail
Cultura - Pensamiento
Escrito por Maciek Wisniewsk   
Sábado, 02 de Agosto de 2014 05:57
Sobre el poder seductivo del fascismo (y su retorno), la novela Spiewaj ogrody (2014) –título tomado de un poema de Rainer Maria Rilke– del escritor polaco Pawel Huelle, ambientada en Danzig/Wolne Miasto Gdansk de los años 30, narra la historia de un compositor que trabaja en una inconclusa –y ficticia– ópera de Wagner: El cazador de ratas de Hamelín, la vieja leyenda –documentada por los hermanos Grimm– sobre un flautista que al no recibir su recompensa por sacar las ratas de la ciudad se venga seduciendo con su música y desapareciendo a los niños inocentes. Sirve de fondo para retratar el mundo a punto de sumergirse en llamas y hablar, entre otros temas, de cuestiones morales alrededor de Wagner, su propio antisemitismo y el (ab)uso de su obra por los nazis. Hitler, que hizo de Bayreuth su segunda casa, se sentía como uno de los héroes wagnerianos que se sacrificaban por el bien del pueblo teutón. En realidad era como aquel cazador de ratas de la ópera apócrifa que sedujo a los alemanes prometiendo liberarlos de la crisis y otras desgracias de Weimar. Pero muchos se dejaron seducir con ganas.

El veterano periodista John Pilger, analizando la cobertura orwelliana que los medios le dan a las guerras imperiales de Obama, sucesos en Ucrania o Gaza, apunta que estas manipulaciones se parecen a los tiempos del auge del fascismo; y recuerda su plática con Leni Riefenstahl, la propagandista nazi, diciendo que sus mensajes no obedecían las órdenes de arriba, sino el vacío sumiso en la sociedad alemana ( Counterpunch, 11-13/7/14). Hoy el fascismo sigue seduciendo: con una melodía más suave y a través de otros canales, pero calando en el mismo vacío. El principal motivo es la seguridad. El espionaje masivo, según el historiador Norman Pollack, se volvió un erastz del campo de concentración; su vínculo con la política de contraterrorismo pretende sofocar cualquier cambio democrático y social. Históricamente una herramienta del capitalismo para estabilizarse en tiempos de crisis y conservar la estructura de poder/riqueza, el fascismo reina en Europa ( vide: las recientes elecciones europeas), en Estados Unidos (siendo Obama un “campeón liberal del fascismo american-style” según Pollack, véase: Counterpunch, 11 y 20-22/6/14), pero también en... Israel.

Ya desde la guerra de 1967 muchos advertían que con la ocupación de territorios palestinos los judíos internalizarían las prácticas y valores de sus verdugos, convirtiendo a Israel en un Estado fascista. Lo vemos perfectamente a la luz de la (siguiente) atrocidad en Gaza. Hay enfermedad en mi casa. Es fascismo y racismo, dice Yonatan Shapira, ex militar israelí disidente ( Democracy Now!, 24/7/14). También el filósofo italiano Gianni Vattimo dijo: Israel es un estado nazi y fascista, peor que Hitler ( Página/12, 27/7/14). ¿Provocación o un agudo análisis de la realidad? Ya desde hace tiempo Uri Avnery, el viejo activista israelí, denuncia elementos y tendencias fascistas en Israel, que se volvió... la Meca de los racistas del mundo. El peregrinaje al Estado judío es objetivo de cada fascista esperanzado, escribía (Gush Shalom, 17/12/11), apuntando a la extraña alianza entre Israel y la ultraderecha antisemita/nazi, que lo considera el principal bastión contra el islam (algo analizado por Slavoj Zizek en The year of dreaming dangerously, 2012, pp. 36-38). Lo único bueno es que a diferencia de los años 30, el que no tiene ninguna culpa es... Wagner. Es más: gracias a Daniel Barenboim, el judío-argentino con nacionalidad palestina, su música sirve como fórmula para el acercamiento árabe-israelí. La melodía seductora del fascismo ya no la tocan hoy las orquestas, sino los medios.

Sobre la utopía sociopolítica (y la necesidad de recuperarla), el último cuento de Franz Kafka fue Josefina la cantora, o el pueblo de los ratones (1924), sobre una ratoncita cuyo canto, aunque no era nada especial (más bien parecía un chillido), tenía un poder cautivador. Al parecer simple, pero leído con una clave política como lo hizo Zizek ( Living in the end times, 2010, pp. 365-370), revela un potencial inesperado: la voz de Josefina importa no por sus valores, sino porque sirve de mediador y vehículo para la afirmación colectiva del sufrido pueblo de los ratones, una metáfora –se puede añadir– de cualquier comunidad precaria: no de casualidad Art Spiegelman en su cómic sobre el Holocausto ( Maus, 1991) retrató a los judíos como ratones y los nazis como gatos (y los polacos como... cerdos). Citando a Fredric Jameson, que también interpretó este cuento, Zizek subraya que los demás ratones no necesitaban a Josefina para dirigirlos, sino para revelar su esencia y garantizar su igualdad.

En este sentido la historia de Kafka se vislumbra como la visión de una sociedad comunista igualitaria y una necesaria utopía sociopolítica. Hoy, sin embargo –apunta Zizek–, vivimos en los tiempos en que la naturalización ideológica capitalista alcanzó un nivel sin precedentes: pocos se atreven a soñar sobre las alternativas posibles; mientras la incontestada hegemonía del capitalismo, lejos de demostrar que las utopías quedaron atrás, está sostenida por su propia ideología, las utopías alternativas fueron exorcizadas por la utopía en poder que se presenta como realismo pragmático ( First as tragedy, then as farce, 2009, p. 77). Hoy la utopía ya no es imaginar el mundo sin capitalismo, sino... intentar arreglarlo. Thomas Piketty describe su propuesta del impuesto global al capital (80 por ciento) como un ideal utópico –¡sic!– ( Capital in the twenty-first century, 2014, p. 515). Bien le contestó Zizek: pensar que el modo de producción capitalista se quedará intacto con una medida así es realmente... utópico ( Birkbeck Institute, 22/5/14). Pero la utopía gatopardista según la cual es posible obtener un cambio (distributivo) dentro del capitalismo para que todo quede igual, no es la que necesitamos. Las desigualdades sociales no son fallas arreglables con medidas pragmáticas, sino necesarios productos y sostenes del sistema. Más bien habría que recuperar la verdadera noción de la utopía, pensar en otra sociedad radicalmente igualitaria y retornar a la idea comunista, también un antídoto al fascismo.

 

Maciek Wisniewsk es periodista polaco

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Fuente: La Jornada