Prólogo del libro Rosas blancas sobre Stalingrado, de Higinio Polo, que acaba de publicarse: Imprimir
Cultura - Libros / Literatura
Escrito por Higinio Polo   
Domingo, 04 de Mayo de 2014 00:00

   Este libro es un objeto de diseño. A diferencia de algunos virtuosos del fraude con el arte conceptual, quien firma estas páginas ha urdido, diseñado y escrito línea a línea (a lo largo de un dilatado período) el conjunto de pequeños ensayos que lo componen, sin molestar al vecindario y sin explotar a nadie (y, ay, sin mayor rendimiento).

 

En él, hallarán ustedes, aunque parezca contradictorio, ecos de la Bauhaus de Gropius, de la escuela de Ulm y de Otl Aicher (que, no en vano, se casó con Inge Scholl, de las rosas blancas alemanas que lucharon contra el nazismo), y, claro, del sastre de Ulm del que nos hablaban Brecht y Lucio Magri. Como si fuera una colección de pictogramas del último siglo, que nos explica nuestras ciudades y nuestro tiempo, todos los textos (dibujos o signos, hijos del amplio y diverso signum latino) son símbolos y escritura, topografía incierta que se inicia con el estruendo de un regimiento de caballería galopando en tierras cubanas en los años de Teddy Roosevelt, cuando el siglo XX apenas era una promesa por venir; que salta sin detenerse por los felices años veinte y la locura de la inflación en la república de Weimar, para llegar a la guerra civil española en las imágenes de un fotógrafo fascista, y que recala en el Leningrado de la resistencia soviética, en los delirios criminales de Himmler, y en un siniestro tranvía que llevaba hasta el ghetto de Varsovia, y culmina, por fin, en el Stalingrado de las rosas blancas donde nació la libertad contemporánea gracias a la derrota del nazismo.

   Inquieto, el texto llega después, de nuevo, hasta la Cuba de Batista para merodear por las ruletas y casinos de la mafia norteamericana, donde Meyer Lansky oficiaba de padrino, a semejanza de algunos patrones del corrupto capitalismo de nuestros días que nos ofrecen humo, juego e inversiones de dinero sucio. Pasa después por la madame Arnoux de Flaubert y por Blondstein, como pretexto para abordar la confusión y el desesperado merodeo del ser humano perdido en el paisaje tras la batalla, para llegar al sufrimiento de los palestinos en los campos de refugiados (con el poeta Mahmud Darwish hablando impotente al mundo), a las ruinas contemporáneas y a las arenas del desierto, casi sin resuello. Y, sin embargo, el libro termina con Marx, que se encuentra conspirando otra vez en Manhattan, en esas calles de Nueva York donde se urdió la gran estafa de estos tiempos modernos, de este capitalismo de quincalla, de esta economía de casino que ha puesto de manifiesto, por si alguien lo dudaba, que estamos en manos de criminales, de ladrones, de delincuentes, para quienes la vida que estamos viviendo (o padeciendo, ya no sé) es apenas un escenario de ruinas donde preparan el próximo atraco, y donde, pese a todo, Marx (Karl) se ayuda con otro Marx (Groucho) para poner ante nuestros ojos el cinismo y las mentiras del poder.

 

"Rosas blancas sobre Stalingrado"

en Amazón